Es una delicia, un verdadero gozo de la literatura leer por puro gusto las obras que nos seduzcan, en el momento que se nos ofrezcan. Leer sin proyecto académico alguno, sin mapas teóricos, sin misiones de «justicia social» ni de «descolonización». ¡Qué gusto! Por pura casualidad me encontré hace poco con la novela Misericordia, una de las más brillantes del gran monstruo de la narrativa decimonónica finisecular, Benito Pérez Galdós. Con frecuencia disfruto más las literaturas que no han sido mi especialidad en la labor académica. De Galdós, sólo había leído antes, Fortunata y Jacinta, La de Bringas y La desheredada, poquísimo, nada, si se toma en cuenta que él publicó 77 novelas (incluyendo los 46 Episodios Nacionales).
Yo sabía que Misericordia existe, me la habían recomendado mucho. Pero digo que «me la encontré» porque no estaba buscándola. Simplemente estaba chequeando en Google Maps en qué sector de Madrid queda un hotel que reservé sin anotar su dirección. Vi que queda casi frente a la Iglesia de San Sebastián, cuya edificación se remonta al siglo dieciséis. Allí se encuentran los restos de Lope de Vega y las partidas de diversos trámites eclesiásticos de Miguel de Cervantes, Leandro Fernández de Moratín, José de Espronceda, Gustavo Adolfo Bécquer y Mariano José de Larra, por mencionar solamente los autores que he leído de esa lista. Se menciona en la web de la Iglesia de San Sebastián que ella, la iglesia, aparece en las páginas de Misericordia, de Galdós, donde destaca como referencia de ese espacio novelesco, también real, por donde entraré en Madrid, ciudad donde nací, pero que nunca he visitado tras salir de ella siendo un niñito.
La palabra «misericordia» une a otras dos palabras venidas del latín: miser, que significa miserable, destituido, y cordis, que significa corazón. Juntas, entonces, denotan el hecho de tener un lugar en el corazón para el desposeído o miserable. Uno de los poquísimos recuerdos que tengo del brevísimo paso de mi niñez en el Madrid de 1956 es que estando con mi amiguito, llamado Carlos, sentados en un escalón a la entrada del edificio donde vivíamos, viendo pasar la gente a pie, en automóviles, y bicicletas y hasta llevando rebaños de ovejas, veíamos pasar a mujeres encorvadas, vestidas de negro y gris. Sólo verlas pasar me daba como un dolor en el pecho. Entonces yo le preguntaba a Carlitos que quiénes eran y por qué estaban tan tristes. Yo le preguntaba mucho porque él era mayor y sólo me dejaban asomarme a la calle la calle con él. Él se reía y me decía que eran brujas malas que se roban a los niños. Carlitos me señaló a una mujer en particular que era extremadamente delgada y cargaba un saco sobre la espalda y él me dijo, mira, en ese saco echan a los niños que se roban. Yo no le creí. Tan pronto pude le pregunté a mi madre si esas mujeres que pasaban frente al edificio eran brujas, ella rio y me dijo, no, hijo, son mujeres pobres que piden limosna o buscan quién las emplee en algún trabajito.
Los personajes principales de Misericordia son los cientos de mendigos y casi mendigos que pululaban en Madrid en los años 90 del siglo antepasado. Galdós despliega con minucioso e impactante realismo el submundo de la pobreza extrema y la mendicidad en el Madrid decimonónico, valido no sólo de su particular arte de escribir asociado al estilo realista predominante en Europa, sino de la profunda corriente realista de las artes hispánicas en general sostenida a través de los siglos, empezando por la pintura. El narrador omnisciente, que se nos presenta como «Historiador» sigue, con la agilidad de un director de cinema-verité, paso a paso, las peripecias, las artes pérfidas, los trucos, las trampas, los abusos, las deslealtades, pero también las emociones, la lucidez, los actos de lealtad y la eticidad improvisada de los rateros, limosneros, deambulantes y mendigos hasta el punto de entregarnos una especie de mirada post-sociológica, que atraviesa el plano abstracto de cualquier sociología y escenifica una forma de vida que más que ser una zona de marginalidad, apartada de la sociedad dominante, es el espejo mismo del conjunto social, desde la aristocracia, la burguesía, el artesanado y el proletariado, hasta el lumpenato más anómico.
La protagonista de Misericordia es una de los más cautivantes e inspiradores personajes que he conocido como lector. Benina es la criada de servicio de doña Francisca, semi-aristócrata de menor calado venida estrepitosamente a menos gracias a su incapacidad crónica para administrar sus ingresos semi-feudales, es decir por haber sido una consumidora y botarata sin control tras la muerte de su marido. Benina es tan leal a su patrona que cuando la economía de la casa se desploma por completo, finge que ha encontrado trabajo en casa de un sacerdote acomodado, puesto fijo gracias al cual se supone puede impedir que doña Paquita muera literalmente de hambre. Pero Betina, en realidad, no ha conseguido ningún puesto de trabajo, sino que para que no se manche de el honor de su patrona, ha asumido secretamente la mendacidad como forma de vida. Frecuenta sobre todo el portal de la Iglesia de San Sebastián en la calle de Atocha. Con las magras limosnas que obtiene a costa de la vergüenza y del maltrato que impone la vida de la calle, Betina termina manteniendo, no solo a Paquita, sino a la hija depresiva, ya casada, de Paquita, y a un pariente algo lejano de la señora, don Frasquito. En fin, que los roles sociales se trastocan pero en realidad reflejan el orden real de las cosas. La aristócrata y sus parientes son mantenidos por la caridad de la empleada de servicio. Todo ello ocurre en medio de una crisis cuyas carencias bordean la hambruna, la enfermedad y la destitución total.
El gran logro artístico de Galdós consiste en evitar que este cuadro patético se le salga de las manos y dé rienda suelta al melodrama, el sentimentalismo, el panfleto y, llegados a un extremo, la autoparodia. Para evitar todo eso, este gran maestro de la creación y el manejo de personajes gradúa dosis precisas de humor, ironía, objetividad y distanciamiento crítico, combinadas con sobria comprensión, compasión y misericordia. Los personajes de Misericordia no son fantoches ni caricaturas administrables en función de tesis alguna. Son caracteres imperfectos, mentirosos, egoístas, ingenuos, pérfidos, pero también capaces de ser generosos, sinceros, amar, sentir culpa genuina, y desear expiar sus errores, sean o no ricos o pobres, poderosos o débiles. Destaca sobre todos ellos Benina, una especie de santa laica, ángel de la guarda, que atraviesa todas las calamidades sin odiar a nadie, ofreciendo su buen corazón y su increíble habilidad práctica para enfrentar los desastres cotidianos del hambre y la pobreza, aún frente a la ingratitud y el prejuicio de clase de muchos. Benina jamás abandonará a su querido amigo Almudena, que la hubo ayudado con gran generosidad cuando estuvo al borde de la catástrofe. Él es un judío marroquí que, ciego y enfermo ha caído en la mendicidad. Ella acompaña siempre a su querido «morito» pese a la condena moral de quienes la rodean y sugieren con malicia que ella convive «pecaminosamente» con un judío y extranjero mucho más joven que ella.
Quisiera yo haber visto a una Benina entre aquellas mujeres tristes que no quise creer que fueran brujas, que pasaban por la calle Ibiza en 1956 y que contemplé con un dolor de pecho.